Con más de 100 años, el cineasta portugués realiza su película más erótica, más abierta y, quizás, bella, adentrándose en el terreno del deseo, mostrando una intensidad erótica rara, que nos recuerda al cine de esos fetichistas geniales como Sternberg y Buñuel. Aquí un abanico chino, agitado con indolencia, redondo y con el dibujo de un dragón, que atiza el fuego que consume al joven protagonista y que intenta ocultar púdicamente el rostro de Luisa, a la vez instrumento de ocultación y de excitación.
Plásticamente asombrosa, la puesta en escena de Oliveira nos absorbe desde el principio al fin, evocando las construcciones de Escher, sus espacios estrechos de influencia kafkiana, consiguiendo que la imagen tenga un evidente efecto pictórico. El director portugués logra una película simple, depurada, fluida e intemporal como una miniatura preciosa, lo contrario de una lección magistral, una muestra de cine sencillo y sabio.
Viendo este pequeño cuento moral íntimo sobre el deseo y el dinero, no se puede adivinar el estupor que nos causará el último plano de la película, quizás el más hermoso y perturbador que ha rodado nunca. Cuento realizado en el silencio de la meditación (nada de música que venga a perturbar la austeridad juguetona) y en un espacio reducido (una pequeña parte de un barrio lisboeta) que da a la película el aspecto de un paisaje mental, con lo que implica de fijación, de tiempo suspendido, no sólo es un sueño etéreo, un objeto de contemplación metafísica. También es un pequeño panfleto social y político, con un toque socarrón, sobre la necedad de la honestidad decimonónica, o al menos sobre la propensión a confundir honestidad con sumisión, la manera en que una se muda en la otra en un santiamén.
Plásticamente asombrosa, la puesta en escena de Oliveira nos absorbe desde el principio al fin, evocando las construcciones de Escher, sus espacios estrechos de influencia kafkiana, consiguiendo que la imagen tenga un evidente efecto pictórico. El director portugués logra una película simple, depurada, fluida e intemporal como una miniatura preciosa, lo contrario de una lección magistral, una muestra de cine sencillo y sabio.
Viendo este pequeño cuento moral íntimo sobre el deseo y el dinero, no se puede adivinar el estupor que nos causará el último plano de la película, quizás el más hermoso y perturbador que ha rodado nunca. Cuento realizado en el silencio de la meditación (nada de música que venga a perturbar la austeridad juguetona) y en un espacio reducido (una pequeña parte de un barrio lisboeta) que da a la película el aspecto de un paisaje mental, con lo que implica de fijación, de tiempo suspendido, no sólo es un sueño etéreo, un objeto de contemplación metafísica. También es un pequeño panfleto social y político, con un toque socarrón, sobre la necedad de la honestidad decimonónica, o al menos sobre la propensión a confundir honestidad con sumisión, la manera en que una se muda en la otra en un santiamén.
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